GULA EN NUEVA YORK


 Al no estar del todo claro qué inspiró el alias La Gran Manzana podríamos especular tanto con la fruta del Edén como con el pecado: la gula; una de las caras de ese poliedro urbano es la capital gastronómica del mundo.

Toda Nueva York huele a pizza, lo que delata una de las tantas transculturizaciones; o que en sus más rutilantes avenidas surja –tal como en países de costumbres ancestrales– la comida callejera: mejicana, alemana, árabe… En muchos casos cocinada por inmigrantes en carruajes que poco difieren de los que hemos visto en Malasia, algunos con fieles parroquias o figurando en guías turísticas. De modo que conviven en unos metros atavismos culinarios con restoranes de un lujo inimaginable cuyos chefs suelen ser noticia en los diarios más influyentes. Es el mayor calidoscopio étnico-alimentario o, si se quiere, un irrepetible laboratorio para sociólogos, antropólogos, historiadores…

Hemos estado siete veces, la primera fue en 1972 asumiendo los riesgos. Un día le pedimos a un taxista que nos llevara a ver Harlem y visiblemente contrariado nos ordenó que subiéramos las ventanillas y atrancó las puertas. Hoy, la subyugante megalópolis aparece restablecida gracias a R. Giuliani, el alcalde con rasgos de genio cuya biografía ha sido llevada al cine, que con medidas socioeconómicas y policiales no solo acabó con la más visible delincuencia, sino que barrios como el Bronx ya no transmiten temor. Solo un museo, en el 78 de la calle 8 de Manhattan, recuerda las correrías de aquel crimen masivo. O que Harlem sea un distrito a donde vale ir a una iglesia con ritual góspel, pasear y comprar, escuchar jazz en el Cotton Club, hacer el brunch; o cenar en el exclusivo Red Rooster, donde oficia Marcus Samuelsson. Genio de cocinero nacido etíope, adoptado por una familia en Suecia y deslumbrando con una insólita culinaria creativa (310 Lenox ave.).

Nos repite un amigo que “a Nueva York habría que ir cada semana”, siempre fascina. Optamos esta vez por seguir el libro de Mario Suárez Nueva York Hipster; singular guía que ofrece otros datos sobre los distritos de sus cuatro barrios (donde vivió De Niro o J. Kennedy Jr….), hoteles con encanto, curiosos bares, singulares restoranes, humeantes gastromercadillos… Más nos alojamos en el Waldorf Astoria, inaugurado hace 124 años por dos alemanes, referencia imprescindible en la Historia de la ciudad, morada de emperadores, reyes, presidentes de Estado, estrellas de cine… escenario de miles de banquetes o de películas. Su apasionante devenir está condensado en Images of America Waldorf-Astoria (solo fotos) y en Waldorf-Astoria Cookbook, elegante edición que reúne las creaciones de sus 82 cocineros con notorias influencias étnicas.


No es barata. Un hotel de 3 estrellas en Manhattan no baja de los 200 euros sin desayuno y los buenos restoranes cobran “precios cariñosos”; como gusta decir a Enrique Guerra, el locuaz guía colombiano que conduce Contrastes (212-380-1447): un excitante tour por esos cuatro barrios en los que se han recreado tantas películas. Es la ciudad más filmada. Sorprenden distritos como uno de Queen’s donde solo se ven los más recalcitrantes judíos: negro riguroso, kipá y sombrero de ala ancha –que importan de Córdoba– barba y tirabuzones; carnicerías, dulcerías… kosher; o una notoria cantidad de herméticas mujeres empujando carritos de bebé, peladas al cero y tocadas con pelucas. O cruzar el Bronx, donde surgen en algunas de sus esquinas íntimos homenajes in memoriam de los caídos en reyertas o en ajustes de cuentas; es como sumergirse en Una historia del Bronx y otros films del género; hoy, una ciudad dormitorio con todo el sabor y el desparpajo del Caribe hispano.

En lugar de que Enrique nos devolviera al hotel preferimos quedarnos en la concurridísima China Town; que prácticamente se ha engullido al no menos mítico Little Italy, que se evanesce en un par de calles con ristorantes de “pasta pizza e involtini” a la patética caza del turista despistado. Y almorzamos en Nom Wah Tea Parlor, sobado restorán en cuya entrada aparecen ágiles obradores preparando los milenarios dim sums. El servicio es rapidísimo, aunque al trancazo, pero es auténtico y barato. Pedimos los que vienen rellenos de cochino y caldo, y recordamos entonces la genialidad de Adriá y sus croquetas líquidas. Comer chino allá es hacerlo en varios cantones.

Al día siguiente almorzamos en dos figones; deambulamos por la calle 46, y cruzamos las avenidas 8ª y 9ª, donde surgen cocinas indias, pakistanís, brasileñas, españolas, turcas, japonesas… restoranes de cocina rápida y temáticos. Además, cuenta NY con 67 estrellas Michelin, siete restoranes atesoran tres cada uno. Es, por enfatizar, la ciudad con más restoranes etíopes.

En la 9ª ave. con la c/.46 están nuestros tres tailandeses: Yum Yum, genuina cocina a precios atractivos. Pero queríamos italiano, así que nos dirigimos al Bocca di Bacco que, como la inmensa mayoría de la hostelería, está llevada por hispanos; una comodidad y hasta un privilegio si nos comparamos con los demás europeos. Jesús Sombrano nos atendió “a la orden” y optamos por los bucatini a la Amatriciana, de los mejores, y gruesos tentáculos de pulpo asados. Y aquel sibarita de ancestros poblanos nos chivó que el mejor mejicano está en Chelsea Market. “El único que hace tortillas a la vista”, apostilló. (la c/.44 y la 9ª ave.) El otro fue Alfie’s, famoso por las hamburguesas (no el incierto bocadillo de las multinacionales), que se insinúa como una vieja taberna inglesa, y ordenamos la Gourmet Alfie’s B: gruyere, ostra y champiñones asados, hojas de salvia y chalotas fritas en un pan brioche y doradas papas fritas. Una explosión de sabores (15€). (9ª av. con la 53). Hay un grupo de célebres locales por las “burgers” (el frikadelle de la emigración hanseática) que los gourmets neoyorquinos guardan en sus sensuales memorias. Quizá el más filmado sea Shakes Shack, con la general aquiescencia de cocinar las mejores. Está en la Madison Square Park.

Y cenamos cerca del hotel en el steakhouse Smith & Wollensky, un clásico y con la particularidad de muchos de los elegantes comedores neoyorquinos: la penumbra. Se dice que la luminotecnia hostelera fue diseñada en los pasados cincuenta por técnicos de los estudios de Hollywood; pero aun así resulta irritante comer casi a oscuras, por lo que, en ocasiones, hay que valerse de la linterna del móvil. Y llama la atención la gran cantidad de personal de sala; EEUU es la meca occidental del servicio: ágil y con la careta de la amabilidad, no en vano solo cobra del epígrafe “servicio” –a elegir por el cliente entre el 15 y el 22% de la factura– más los “gratuitis” (propinas), y finalmente el IVA. Así que cuando se piensa que el dólar vale un 30 por ciento menos que el euro, los resultados quedan a la par. Nos decidimos por el Porterhouse steak (unos 900 grms) para dos (hay para1, para 3 y para 4) de un novillo con poco más del año, pero cebado en sus postrimerías con millo; de ahí la abundante grasa blanca, si bien la carne no superó el rosa ni alcanzó el sabor de nuestros venerables vacunos. Con tres Fernet Branca, Ensalada César y agua San Pellegrino, 225€. Buen pan. (797 de la 3ª ave.)

Si pudiéramos pasar años en Nueva York haríamos la ruta de los steakhouses. Habíamos estado en The Palm, punto de encuentro que fue de la prensa deportiva con sus fotos y caricaturas. Gallagher, uno de los más veteranos, el clásico comedor vintage también con muchas fotos y un escaparate mostrando los lomos; hoy en sus horas más bajas. El mítico Frankie and Jhonny, en cuya empinada escalera fue ametrallado uno de aquellos gánsteres. El muy elegante y más oscuro Mortons. El no menos lujoso Bull & Bear del Waldorf… Y Peter Luger, que fue fundado hace 125 años por un emprendedor emigrante alemán y aun se ufana de sus orígenes charcuteros. Un Porterhouse de igual calidad, un solomillo, tres dry martinis, agua y la César, 201€. La recomendable guía gastronómica Zagat lo ha distinguido, durante 29 años consecutivos, como el mejor de su género y aquel presentador de la televisión, Johnny Carlson –30 años conduciendo The Tonight Show– declaró que allí comió la mejor carne de su vida. Y eso marca. (797 de la 3ª de Brooklyn)

Una tarde, al salir de Wall Street tras curiosear por la casi finalizada obra que sustituye a las Torres Gemelas y hacer compras en el inmenso outlet Century 21, dimos un respingo al toparnos, en el 56 de Beaver street, con el cartel del Delmonicos’s: el restorán del que tanto habíamos leído y que creíamos desaparecido. Raudos hicimos la reserva. Es el más antiguo de NY y con el Antoine’s de Nueva Orleans los más viejos de USA. Comenzó en 1827 como un garito donde solo se vendía ron y tabaco cubanos y en 1837, su dueño, un suizo, lo convirtió en un figón en el que comerían, entre otros personajes, Nicola Telsa, a quien Edison le robó el invento; o unos buscavidas de apellido Rockefeller, quienes, al sonar por primera vez la campana del Dow Jones, comenzaron a amasar esa inmensa fortuna. En él se crearon el Delmonico’s steak, la Langosta a la Newburg y el Pollo a la Peer, con foiegras y trufas. El steak sería el mejor: carne roja, tierna y sabrosa; el Cocktail de cangrejo resultó soso y el pollo no superó el aprobado. La bodega cuenta con 16.000 referencias.

Entre los miles de restoranes de Nueva York hay ocho bajo el epígrafe “lugares históricos”. Nos divierte el 21 Club, plagado de suvenirs de los poderosos magnates del país y los colmillos de un elefante cazado por Hemingway. El steakhouse Old Homestead, inaugurado en 1868, de solemnes chuletones. El Keens, el Minetta Tavern…. Pero una ciudad joven ha de proponer nuevos platos; aparte de los apuntados, un par de especialidades reposteras la eternizan: la deliciosa tarta de queso que se inventó en el Junior’s de Broodking, hoy con dos locales en Manhattan: uno junto a Times Square y el otro en la Grand Central Sstation; y la novedad: el cronut (contracción de croissant y donut), del oportunista repostero Dominique Anse, cuyo pequeño local aparece atestado y el híbrido se suele acabar pronto (189 Prince Street).

¿Y qué hay del pescado en una ciudad que adora la carne y tiene a orgullo haber inventado el popular The New York cut steak? Peregrinamos a tres locales: Grand Central Station, que dispone de un inmenso espacio comercial y de restauración con un popularísimo oyster bar, que sirve vinos por copeo; 6 ostras katama (Massachusetts) y otras 6 moonstone (Rode Island), un sabroso y abundante Fish & Chips, varios blancos y cervezas, 58€. El “perrito” de bogavante es la única extravagancia. El francés Le Bernardin (3 estrellas Michelín), considerado el mejor restorán del país y otro escenario cinematográfico (Revenge) que consigue transmitir lujo y glamur. (155 West 51st Street). Y el japonés Nobu –El Sonu de Sexo en Nueva York– propiedad de De Niro y el mediático cocinero Nobu Matsuhisa; espectacular y también caro, aunque ambos proponen menús digeribles (105 Hudson Street)

No es cierto que EEUU carezca de cocina propia, si bien la mayoría de sus platos procede de los países de las migraciones, incluso de comarcas. Por ejemplo: el kétchup tiene origen en una receta malaya para manzanas: un chutney, y aquellos pastores todavía muy vascos, que se asentaron en Idaho, trajeron el potaje de alubias rojas, la caldereta de cordero, un guiso de bacalao y otro de pollo.

Se dice que el pollo frito fue comida de esclavos, tan es así que para insultar a un afroamericano se le llama tragapollos o algo parecido; pero sabemos que el ave fue bocado de lujo hasta mediados del s. XX, cuando comienza a producirse de forma extensiva. Queríamos probar la famosa fritura, que es originaria de Kentucky, y siguiendo las notas de Suárez acudimos a The Dutch. Un descubrimiento. Cuatro trozos toscamente rebozados de exultante dorado, jugosos y sabrosos, llegaron tras una docena de ostras de impecable frescura: 6 mermaind (Canadá) y 6 de Peter point (Wall Street). Es ruidoso y las mesas están casi juntas: otras características de los comedores de Manhattan, el suelo es oro. (131 de Sullivan st.)

Y también se dice que la sigilosa mano judía está en todas partes; las tan populares delis –voz e invento norteamericanos, aunque probablemente de origen alemán: “delicatessen”– son una suerte de cafetería con alimentos kosher; la más antigua, muy visitada por curiosos gastronómadas, es Katz’s, since 1888, inmenso comedor llevado por dominicanos cuyas paredes aparecen empapeladas con fotos de la nostalgia. Su especialidad es el Pastrami: carne de vaca sometida a un marinado secreto –que deja los bordes de color azabache– y cocida al vapor durante horas. Nada del otro mundo. Y también desayunamos huevos fritos con hash brown potatoes: el ingrediente del tan suizo Rostí (205 de Houston st.).

Dijimos que China Town se tragó prácticamente a Little Italy; Ortega y Gasset advirtió del peligro amarillo: la firma china Alibaba acaba de escandalizar al irrumpir, con miles de millones de dólares, en Wall Street mientras otro asentamiento va tomando cuerpo: Corea Town, a dos pasos de los ineludibles almacenes Macy’s; si bien solo es, todavía, una animadísima calle comercial y de restoranes. El mejor es Yakiniku Gen, situado en la última planta (32) de un egregio edificio; es sobrio y elegante, con espectaculares vistas y una cocina que satisface a los más yuppies coreanos (250 E y 2ª Ave.). La presencia de Asia es constante. Surgen por doquier restoranes japoneses. Descubrimos uno, pequeño y genuino, Yakiniku Gen, especializado en carnes, con una barbacoa en cada mesa, que sirve un atractivo menú de degustación por 30€. (250 de la 52 st.). Y vale acercarse hasta el Sunrise Mart, supermercado de barrio con un sin fín de productos orientales y un rincón de auténtica cocina japonesa (494 de Broome st.). O detenerse en el 509 de Madison Avenue, en donde se erige una elegante pastelería nipona; con lo que se nos borró la idea de que el aguerrido Imperio del Sol Naciente abjuraba de las infantiles golosinas.

A principios de los pasados años treinta Julio Camba intituló su libro de artículos La ciudad automática, superando a Julio Verne al denominar a Nantes La ciudad mecánica. Y tras ochenta años podría pensarse que la capital mundial de varias cosas ya no tiene mercados de abastos. Un error. Tras salir de Katz’s visitamos uno dominicano y días después, en Union Square, al aire libre, el Green Market, donde pululan engolados chefs adquiriendo frescos; muchos de ellos orgánicos, la nueva obsesión de los sobrealimentados neoyorquinos y otro nicho de negocio, pues el 60 por ciento está ya enganchado. Y dimos con el puesto de la miel que se recolecta en las azoteas y los balcones de Manhattan; el propio Waldorf se provee de la suya. Su propietario, David Graves, nos contó que fue él quien descubrió el asunto hace más de 40 años. “Solo en Central Park hay más de 10.000 árboles y algunos neoyorquinos, en lugar de perros y gatos, cuidan de sus panales para tener compañía y presumir de miel”, nos dijo. Por una tarrina de un solo uso le abonamos 4€. El asunto nos hizo reflexionar: se dice que la preocupante desaparición de las abejas en el campo español se debe a los pesticidas y demás agresiones de la vida moderna. Y allá, en la vanguardia del mundo, ajenos están a la tragedia. Y a unos pasos se encuentra la antigua librería Strand con generosa sección de libros de cocina.

El Chelsea Market, vecino del desvitalizado Meat Packing (matadero), no es de abastos sino la inmensa fábrica de las galletas Oreo reconvertida en un encantador centro gastronómico. Valen el magnífico japonés, el concurridísimo italiano, la barata cantina tai, el mexicano que nos indicó Sombrano… o el rústico Cull & Pistol, donde degustamos los célebres bogavantes de Main. Y recorrimos su enorme comercio de utensilios de cocina, algunos tentadoras novedades. Otro mercado, tan interesante como sorprendente, propiedad de una firma italiana, es el colosal Eataly (juego de letras: “comer Italia”), junto a la sede de la masonería; miles de metros cuadrados acogen a decenas de puestos que elaboran y expenden alimentos de La Bota, así que no hay que ir más lejos para comprobar cómo se ha posicionado en Norteamérica (200 de la 5ª ave.).

Y también goza la ciudad tecnológica de rústicos tenderetes formando mercadillos gastronómicos, como el concurridísimo Smorgasburg (voz de inspiración escandinava), que se levanta–solo los domingos– bajo el Puente de Brookling con numerosas propuestas culinarias, que avalan ese gran meltingpot étnico. U otro del mismo tipo, que vimos como lo ponían en pie el pasado junio, a dos pasos de Times Square.

Por último, vale tomar un trago en algunos de los bares o lounges que lo mismo acogen a los oficinistas tras la jornada laboral que a ese detective que siempre busca a alguien. O fumarse un veguero en uno de los autorizados tal el Circa Tabac (32 de Watts st.) Pero hay uno bien curioso: el King Cole’s del hotel St Regis, punto de tertulias de, entre tantos, Dalí y su Gala, Lorca, el El poeta en Nueva York… con amigos como Cole Porter y otros personajes.

Uno de los atractivos es el mural que se sitúa en la contrabarra del bar. En 1906, John J. Astor, propietario del que sería el hotel The Knickerbocker, encargó al pintor Maxfield Parris un cuadro con la condición de que encerrara un enigma. Nosotros tampoco pudimos descubrirlo; así que se lo rogamos al manager, quien visiblemente cohibido nos aclaró que el personaje central (el rey celta Cole) está haciendo el gesto propio de liberar una flatulencia mientras sus bufones le ríen la gracia y los miembros de su guardia, saltándose la marcialidad, tratan de taparse la nariz. La pintura costó 5.000$, hoy está valorada en 20 millones. La necesidad tiene cara de hereje. La gula trae aquella cosa.

 

Texto: Mario Hernández Bueno 

 Fotos: Mario Hernández Bueno

           Tania Aguiar