Buenos Aires sin Bifes


No todo es carne en la inmensa y cosmopolita capital; hay italianos, españoles de la nostalgia, excelsos cafés… Y ojo con la picaresca

 

El Matambre –que anhelaba nuestro compañero de viaje– llegaría en el Tortoni: venerable café abierto en 1858 y visita obligada del recalcitrante turista urbano. Es el más antiguo y solemne de la ciudad; con espejos –en los que se miró Lorca y cientos de personajes– mármoles, cincelados, artísticos bronces, maderas, oleos y fotos de la nostalgia ¡la nostalgia bonaerense! Suele haber colas en la puerta, por lo que el portero solo permite la entrada al mismo número que sale. Más una Ensaladilla con dos frankfurts (las dos raciones eran enormes) y dos cervezas, 8€. Con esos tentempiés lejos se nos voló el apetito. Habríamos de esperar a la cena.

 

Ya le habíamos dado lo suyo a la carne y las achuras y pensábamos en la italiana: la otra mitad del morfar bonaerense. Tras pesquisas habíamos convenido almorzar en el popularísimo Broccolino; y como andábamos deambulando por las peatonales Florida y Lavalle, driblando cambistas, entrando en librerías y sorbiendo ristrettos llegamos al 776 de Esmeralda: un sencillo y angosto comedor. Bajamos al lavabo y al regresar nos enredamos en un laberinto de cuartuchos, pasillos y escaleras. Ascendimos por una estrecha y, desorientados, aparecimos en otro restorán; salimos de él y dejamos boquiabierto a nuestro compañero de viaje al vernos regresar desde la calle. Sin embargo, nos parecía que habíamos dado en el clavo: en las paredes se exhiben fotos de celebridades, como Robert Duvall, u otras del patrón (ya fallecido) con los componentes de Rolling Stones, a quienes, en su visita a Buenos Aires, les cocinó. El mozo nos chivó que el chef anduvo oficiando unos años en Murcia; pedimos visitarlo; fuimos a la cocina, y también comprobamos como la febril actividad no se correspondía con nuestro pequeño comedor. Entendimos entonces el porqué de los restoranes “siameses”. Nuestro compañero de viaje ordenó Pollo Lollobrigida: el archiconocido al limón, que le satisfizo. Para calibrar la calidad de un italiano pedimos siempre Bucatini all’amatriciana y no superó la prueba: spaghetti con salsa de tomate sin el guanciale ni su remedo; panceta; en su lugar, cachitos de chopped de cochino. Ni siquiera sentimos, mínimamente, el ardor de la Cayena. Y compartimos otro de los platos estrella bonaerenses: Milanesa con papas fritas, tan ensayado que no tenía porque dar sorpresas. Con dos cervezas, el servicio (32 pesos) y un café el asunto se zanjó con 469 pesos: 30,50 euros cambiando de tapadillo. Carillo si lo comparamos con los asadores.

 

Nuestro compañero de viaje estaba empeñado en ir a un outlet de camisas La Martina; en el hall del hotel había un folleto, que lo publicitaba con desplazamiento gratuito. Solicitamos el servicio y nos llevaron bien lejos, a una casa terrera, a un almacén camuflado donde solo había artículos de piel. Nuestro tímido compañero de viaje se obligó a comprar un portafolios e inmediatamente rogó al chofer (cómplice necesario) que nos llevara a lo de La Martina. Entonces nos llevó aun más lejos, hasta otra casa repleta de artículos de piel y, en su planta alta, miles de camisas falsificadas excepto de La Martina. Y ahora, poniendo cara de perro, nuestro compañero de viaje le ordenó que nos llevara al hotel.

 

Atravesando Montserrat y en hablando de comidas nos comentó el pícaro que le chiflaba el Puchero del cercano restorán El Globo. Dimos un chillido y frenó en seco –“¿Qué les pasó?” Sin contestar le ordenamos que nos dejara allí mismo. Tras callejear algunas cuadras dimos con un comedor inmenso que conserva la pátina del paso por dos siglos: se inauguró en 1908 pero antes había sido un bar con billares. Algunas fotos en la pared delataban el paso del –entre otros– chavalillo Joan Manuel Serrat. Obvio que almorzamos Puchero. Y de entrante Callos, que no defraudaron. Llegó la sopa, desgrasada expresamente, y a continuación bandejas con tumbos inmensos. Tras ver el batiburrillo de batatas, calabaza y piñas de millo sentencié, ante el observador gerente, que aquello lo había hecho un canario –“Más o menos” – nos interpeló Armando Amedo, yerno del gallego Barreiros: el dueño –“Hubo un emigrante canario llamado Juan Díaz que trabajó aquí de cocinero hace cuarenta años y se dejó la receta”. Armando es el típico argentino: educado, servicial y amabilísimo; nos contó anécdotas y hasta nos llevó a la acera de enfrente para presentarnos a El Imparcial, la competencia, que también cocina a lo español con orgullo. Y también ofrecen el Puchero. El Globo. C/ Hipólito Yrigoyen, 1199. Tel. 4381 3926

 

En 1780 se produjo en el barrio una epidemia de fiebre amarilla y la población huyó hacia el de Belgrano; después se fue repoblando de emigrantes españoles, gallegos sobre todo de Pontevedra. Dimos un paseo y nos emocionamos al comprobar cómo restoranes y hoteles –o una placa en memoria de los republicanos que fueron a luchar en nuestra Guerra Civil– eran españoles. Y ya se le inundaron los ojos a nuestro compañero de viaje al ver en un chaflán Restaurant Asturias.

 

 

Texto: Mario Hernández Bueno